
El gato marramamiaba, el de los vecinos viajeros,
un perro se remojaba acostumbrado a su praxis,
la lagartija corría varias encrucijadas de caminos,
a escondidas salía y celaba el Sol,
tímidamente resoplaba el viento tendido
entre tendederos y entretelas,
arañas muertas de un golpe seco
por entre la noche sierpe desaboría,
porque me faltaba un libro
que perdí mientras me tomaba
la cocacola más triste
porque no lo encontraba
en medio de mis cachivaches.
Antes de partir a la mañana siguiente
al tal sitio de nado.
Helada y desangelada quedó
aquella rana del parque fluvial
donde fuimos a pasar un día añejo,
trazando dibujos de río,
con nuestras chanclas y manos de nadadores
cruzando la pequeña bahía dirección a la cueva,
debajo de la cascada imponente.
Y desta suerte embebida,
y una merienda comida fuerte,
relamida, con tupper y música de youtube
desde el móvil de mi amiga.
El puente de madera que luego ya no está,
nos hace cruzar con los dedos de los pies
a modo tangencial.
Una vegetación muy mediterránea
y el suelo fluvial repleto de barbos.
Suelo contar cuentos de Sanmaniego
a punto de dormirme a mi mente receptiva,
antes de retozar en las toallas acuosamente arenosas
rodeada de un tumulto de viajeros
que han acudido a Macastre, cerca de Buñol.
En este enclave resuelta la anécdota final
de naturaleza disciplinaria en los recovecos de los coches aparcados.
Nadé con agrado,
recé para que no se parase el corazón de tanto emocionarme,
prometí volver el año que viene
y me despedí alegremente abatida
por una multa.
Divergencias situacionales
que te hacen elegir aquellos momentos
que debes medir valientemente
a la hora de discernir su carácter demasiado arbitrario, o no.
Por fin, todo terminó BIEN.
Esa dialéctica que me suele acompañar sin resuello
a pesar de mis dudas y temores iniciáticos.