
Ahora no se sentía con ánimo para escribir y, sin embargo, lo estaba haciendo. No le apetecía dar luego un paseo pero seguramente lo haría, sin rechistar. Allí, no existía el miedo, la duda era vencida en pocos ratios, apenas segundos, el frío se cubría con cualquier prenda deseada, elegante, sofisticada o incluso sencilla. El rencor era impensable y no retoñaba cabezas porque nadie se acordaba de cómo se podía hacer el mal ni reincidir, siquiera en un leve error de imprecisión. Siempre estaba puesto el arcoiris, el canto del gallo o de cualquier pájaro deseado se producía a casi cualquier hora, las estaciones eran imperecederas, si bien, se podía elegir el tiempo cronológico que se quisiese, de forma oportuna o no. Y muchas más cosas chachipirulis se podían ejecutar sin esfuerzo ni remordimiento.
El médico del metaverso celestial le acababa de visitar, dándole un diagnóstico y un pronóstico razonablemente bueno, junto con una terapia en consonancia: que dejara de ver tanto la tele en horas de programación vespertina y en el momento en que daban cotilleos interestelares: que si las nubes rugían mucho cuando la lluvia se presentaba en agosto o esas nebulosas ligonas que se reunían en demasía con las estrellas fugaces, mostrándose a través de una pantalla demasiado disfuncional y multiversal.
El cielo era así para aquellos que creían en el, incluso en lo más profundo del sueño paradójico.