
Con el dictador en ciernes y en las últimas,
existía, érase una vez, un colegio laico pero mistificado,
semirreligioso donde no se había instaurado todavía La Lode.
Donde los curas y las monjas ayudaban a encarrilar,
donde se podía pegar un poquillo pero con cariño,
sin dañar. Las heridas venían de otro sitio,
de arriba mismo, del fascismo y la falta de libertades.
Los profesores eran amigos, incluyendo a los religiosos,
tratamiento inclusivo que no amordazaba la realidad
que circundaba por todo el pueblo, un municipio feliz en su
trasiego fundamentalmente agrario y del sector de la construcción.
Donde aprendí a leer con cinco añitos recien cumplidos
y escribía en las cartillas de Rubio, aprendiendo desde el clasicismo
retomador en una transición al por mayor,
Donde escuché
con mis primeros cafés prematuros
para estudiar sin esfuerzo inopinado
a Led Zeppelin, a Stevie Wonder y la Motown resistente
y al Rock Sinfónico y Progresivo
con unos entrenados oídos.
Si por mi fuere,
aquellas tinajas antiguas
inmersas en aquellas ruinas de solar,
en una cueva en la pared,
para deleite de arqueólogos,
hubiesen sido mi tesoro
de piratas patapalo
con las naves desguazadas casi,
y con una vela en dirección a la aventura de la vida
soportando el mástil de la amnistía
y una calavera blanca sobre fondo negro.
Cómo a los niños pequeños se nos tenía en gran estima
con bollicaos y sumas caricias,
de vecinas y corrillos a la puerta de las casas
sin necesidad de llaves protectoras.
Un pueblo protectorado
y un colegio adiestrado,
donde también comprábamos en el horno de Sunsi
y en la carnicería de Enrique.
Con mi perro Colau a todas partes, tiempo después,
querido por todos por su sencillez,.
Si. Un pueblo sencillo y consuetudinario
donde aprendías a querer.
En el Colegio Universo
fue donde me saqué la E.G.B
con notables y sobresalientes
gracias a la figura del maestro.