Cómo tañen las campanas de la iglesia,
dijo una plañidera a otra en su costumbrista hacer,
mientras el río empujaba a la victoria de tantos labriegos
cuya cosecha saldría ese año adelante,
mientras el sol tamizaba los huertos y el oleaje
de aquel mar de senectud y de prestancia jovenal
siendo que el reflejo de los rayos dilapidaba las penurias
de épocas flacas.
Todo el pueblo celebraba la matanza y
las carnes y embutidos se elaboraban por doquier,
en eterno equilibrio con las nuevas generaciones que
trasitaban por el éxodo temido y doloroso del campo-ciudad.
Una ciudad taciturna, de murallas ruinosas y un palacio de ensueño
que todavía soñaban los más ancestros ancianos de oídas,
gracias a sus padres y abuelos sentenciosos.
Más tarde, la maestra laboriosa en su intelectualidad aceptada
liberaría de las chanzas y bromas entre estudios de afluentes y
geografía escolapia a los bravucones muchachos y edulcoradas muchachitas
que estrenarían vestido de domingo patronal dentro de dos días.
Los señoritos hacían alarde de poderío de misa de a doce
en las primeras filas de un proscenio religioso
que desdibujaba por encima suyo un teatro de dorados ornamentos religiosos
y velas que parecieran ser escanciadas de a lo lejos
por una mano invisible. Que vigilaba la quietud del paraje
y de los escenarios, entre simbolismos y algún que otro sincretismo solapado.
Todavía era septiembre de candor, o eso parecía atenazar la mañana
excepto cuando sonaba la sirena y debían ir todos al refugio.